Una voluta de amor
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al pub. Una cajetilla que resultaba ser de un caro tabaco francés
y que irradiaba distinción. De esta manera, según fueron pasan-
do los días, el hecho de que no fumara (y aún no me explico el
porqué) fue convirtiéndose para mí en la prueba de un auténtico
cariño. El que Manolo me ofreciera tabaco, yo no lo aceptase y
él volviese a guardar la cajetilla, sin hacer siquiera el intento de
sacar un cigarrillo, se transformó en un ritual cotidiano que me
demostraba la existencia en esta tierra del verdadero amor. Por
ejemplo, me brindaba la cajetilla en el coche, yo le contestaba
(ya cortésmente) que no, y él, tras sonreírme, volvía a situarla
seguidamente sobre el salpicadero. Sí, era el verla depositada allí
y sentir que de verdad me quería, al tiempo que me llenaba de
orgullo el observar que las miradas de las muchachas fumadoras,
cuando pasaban junto al coche, se fijaban en aquel paquete de
tabaco como si de un rara avis se tratara. Aveces, tras descubrir la
hermosa cajetilla azul, detenían sus miradas en Manolo. Sus ojos
pasaban de la cajetilla a Manolo y de Manolo a la cajetilla con
curiosidad y deseo... Y yo achaqué las de deseo a mi marido. De
cierto me sentía tan ufana si alguna conocida terminaba pregun-
tándome, tras mirar la cajetilla y a Manolo y después otra vez a
Manolo y la cajetilla, sin poder reprimir la curiosidad: «Al menos
será francés, ¿verdad?», que si Manolo me hubiera preguntado,
en aquellos momentos, si quería ser su esposa, no hubiera dudado
en dar mi conformidad.
Y eso fue lo que una noche hizo, tras cuatro meses de vernos.
Manolo, con la cajetilla en la mano, me preguntó si accedía a ser
su mujer. Y yo le di mi consentimiento... Pensando en la cajetilla,
en el coche, en el trabajo fijo y finalmente en Manolo, según me
asegura ahora mi psiquiatra.
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