De vidrio ciego
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Hacíamos verdaderos esfuerzos para acompañarnos en la obligada
alegría que nos habíamos impuesto dos mujeres asustadas, ante la
proximidad de la muerte. Nicole hacía bromas con su alopecia y
gastábamos un dineral comprando estrafalarios sombreros, pero
un golpe de tos, una inoportuna arcada, la salida atolondrada
hacia el baño, alteraban cualquier atisbo de alegría en un grito de
silencio.
Dos años más tarde; estábamos sentadas en la mecedora de la
abuela, la lámpara de vidrio transparente recubierta de hojas
de palma iluminaba su piel pálida. «Odio la muerte», dijo con
los dientes apretados. La abracé contra el pecho. La fuerza que
comprimía mis sentimientos me abandonó. Y le confesé mi amor.
Besé su cara, sus manos, su cuello, sus hombros. Contra lo que
había supuesto, el roce de los labios de Nicole no me intimidó.
Abrí la boca y sentí el tacto húmedo y tembloroso de la otra
lengua. Un golpe de lágrimas brotó de los ojos de ella.
En la madrugada de ayer, escuché el largo zumbido de la máquina
que verificaba los signos vitales de Nicole, y luego vi aquella
sábana cubriéndole el rostro. Me llevé a la cara el camisón que
aún conservaba entre los pliegues su aroma y lo estreché contra el
pecho llorando. Por primera vez, comprendí qué inútil, qué falso
había sido todo lo que entorpecía nuestro amor.