I Premi 2008
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Conta’m, dona
prendas válidas, intentaban protegerse del cierzo con ralos sué-
teres de algodón. Nunca fueron tan evidentes los resquicios de
las construcciones: las puertas que no cuadraban con los vanos,
las ventanas desprovistas de hermetismo y los agujeros que ven-
tilaban baños y cocinas fueron clausurados de rústica manera,
unos con periódicos, otros con trapos viejos y algunos hasta con
mastique.
Después de su tercer parto, Adelina no se daba abasto para at-
ender casa, marido, bebé y niñas. Las más relegadas fueron
Apolonia y Escipiona porque nunca le alcanzaba el tiempo para
ocuparse de ellas, y el arribo del invierno no hizo sino agravar la
situación, pues se vió obligada a encerrarlas en casa para evitar
que se enfermaran por el frío. Al menos era bien consciente de
que su escasa energía no hubiera podido asumir el trabajo adi-
cional que implicaba cuidar a dos agripadas que podían, encima
de todo, contagiar al hijo de sus sueños. Para las niñas, el único
responsable del abandono y el encierro era su hermano, al que
detestaban con la naturalidad de sus pocos años.
«Enero y febrero, desviejadero», decía el refrán, tan irrespetuoso
como exacto: durante ese invierno se murieron varios conoci-
dos de una cierta edad. A don Chanito Pimentel, el dueño de los
almacenes
La década
, lo atacó una bronquitis de la que sus 70
años no pudieron defenderlo. El primero de enero por la mañana,
los adultos disimularon los excesos de la cena de año nuevo bajo
sus trajes de luto, y se apersonaron en la casona del que fuera el
comerciante más próspero de la región para presentar sus condo-
lencias a sus múltiples hijos y a sus aún más numerosos nietos.
También falleció la antigua directora de la escuela primaria. Si
don Chanito agonizó durante cuatro días, la muerte de Giuseppa
Bortolotti fue más expeditiva. El clima le ofreció la oportunidad