Una solución lógica
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que esperaba desde hacía treinta años para reunirse con Olegario
Salgado, el único hombre en su vida. Aprovechando la confusión
de los preparativos para recibir a los Reyes Magos, la noche del
cinco de enero se desvistió todita, abrió grandotas las ventanas de
su cuarto, y se sentó frente a la ventana a esperar que Olegario
viniera a por ella. Al día siguiente, a sus nietos se les fue la voz
cuando entraron bulliciosos a su cuarto para mostrarle sus nuevos
juguetes y la encontraron encuerada y azul, sentada en una silla
de madera pelada.
Aunque de manera menos voluntaria que Giuseppa, las señoritas
Mantilla también fenecieron. Dolores y Caridad eran dos beatas
tan asiduas a la iglesia que hasta se parecían a las estatuas de bulto
de la nave central. «Bendito el que viene en nombre del Señor»,
cantaban varios tonos arriba de lo que permitían sus gargantas
seniles. Apolonia las apreciaba profundamente, porque sus vo-
ces de vibratos hilarantes le proporcionaban la más deliciosa de
las distracciones durante las interminables misas matutinas en las
que, medio dormida, tenía que escuchar al padre Higinio perorar
sobre la pureza del espíritu y la castidad del cuerpo, cuando ella
no sabía lo que significaba ni lo uno, ni lo otro.
Ateridas de frío, el siete de enero decidieron tomar medidas para
dormir mejor. Acomodaron dos catres en la cocina, como pudier-
on, sellaron puertas y ventanas, y se dispusieron a pasar la noche
allí, no sin antes prender el horno y dejarlo abierto para recalen-
tar la pieza. Al parecer, no cerraron las hendiduras a conciencia
porque un vientecillo apagó la flama. El gas invadió la cocina y
sus pulmones, y cuando la sangre de las señoritas Mantilla ya
no contenía ni un gramo de oxígeno, murieron. No, no fue un
suicidio: dos fervientes practicantes como ellas nunca hubieran
ofendido a Dios de esa manera. Por otro lado ¿para qué dormir
con tubos y anchoas si no pensaban peinarse al día siguiente?
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