Tarde de letras
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allí, agazapado en algún rincón veía un cachito de ella misma, un
reflejo que la hacía sentir en paz. A todos les enseñó algo; a leer y
a escribir, a hacer cuentas y geografía, todo sin gritos y sin golpes
sólo como ella sabía, con esas lecciones de vida que sacaba de
las mangas de su uniforme y dejaba volar por el aula, sin prisas,
con calma. Las dejaba respirar hasta que algún alumno curioso
las cazaba y las hacía suyas, guardándolas más allá del cuaderno,
en algún rincón de la memoria donde descansan las cosas que
importan.
El sueldo de Ramona no daba para mucho, pero era más que su-
ficiente para un puñado de picón con el que calentarse y llenar
la alacena de vez en cuando con algo de carne salada que sabía
a perros muertos, pero espantaba el hambre. Eso sí, sin olvidar
nunca la vieja lata, oxidada y deslucida, donde guardaba las per-
ras chicas como un tesoro, una a una, sacándolas de donde podía.
Las contaba y recontaba a la luz de la lumbre, justo antes de irse
a dormir, hasta que con paciencia y algún milagro juntaba las
justas para uno más, para otro libro que encargaba a nadie sabe
quién y que recibía envueltos en papel de estraza. Ese era otro de
sus secretos.
Cuando llegaba la Navidad los padres de los alumnos que más
tenían le regalaban todo tipo de cosas para agradecerle lo hecho
hasta entonces y recordarle, con escasa sutileza, lo mucho que
quedaba por hacer. Había de todo en aquellos paquetes; chorizos,
pavos, morcillas y hasta algún que otro animal vivo que asustado
la miraba desde la puerta sin conocer muy bien su destino. Ella lo
agradecía una y mil veces con elogios de mil colores hacia esos
hijos que tan amables padres tenían y de ese modo aseguraba el
regalo del año siguiente, una enorme fortuna en aquellos años de
hambre y pobreza. Luego, con la ternura y cautela que sólo ella
tenía y sin guardarse ni un solo gramo de toda aquella comida, la
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