De vidrio ciego
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abuela: había cogido la costumbre de hablar con su retrato. Le
contaba mis cosas, le pedía consejos. Su mirada de complicidad
me animó a aceptar.
La joven directora llegó al cortijo a la hora acordada; llevaba un
vestido ligero, de desgastado amarillo pálido y una gran pamela
de paja con adornos de flores, que protegía del sol una melena
libre y voluminosa. Su estilo era una combinación de sensualidad
y cuidado desaliño. Se presentó estrechándome la mano, al
tiempo que me miraba con voluntaria admiración. La invité a
pasar a la casa. Nos sentamos en el salón. Mientras compartíamos
un Martini seco bien hecho, en una copa fría, con aceituna
sumergida, conversamos con fluidez acerca de las realidades más
inmediatas. Como quien no quiere la cosa, la joven dijo: «Soy de
esas extrañas mujeres con aversión a los bolsos. Meto las llaves y
el dinero en el bolsillo, y el bolso lo uso sólo para pasear a Paco»
y señaló al gato de color amarillento, que jugaba con las asas
trenzadas de un bolso bandolera. Tal vez porque recordé que yo
también había tenido un gato como única compañía, cuando me
consumía de aburrimiento en la ciudad…, quizá porque la joven
sonreía maravillosamente y derrochaba encanto..., acaso porque
charlaba con total desenvoltura y la reunión resultaba amena y
agradable, le pregunté: «¿Qué le parece si tomamos otra copa?».
Y a lo largo de la tarde hablamos de literatura y de teatro,
comentamos las noticias de los periódicos y cambiando el rumbo
de la conversación, intercambiamos poesías y recetas de cocina.
Se llamaba Nicole y tenía veintipocos años. Yo había cumplido
recientemente cuarenta y cinco años de edad. Representaba el
sentido lúdico de la vida: le encantaba la gente, era bromista,
divertida, cosmopolita, tolerante. Yo soy introvertida, analítica,
retraída, me gusta el silencio.