Pilas orientales
pooor losss dosss
», dijo la muñeca lentamente, ya con voz de
hombre.
Al llegar a esta frase, mi hermana, en un arrebato propio de mu-
jer separada de un marido que era recordado por una muñeca
diabólica, me miró con la ira de sus preciosos ojos perfilados y
coloreados discretamente en rosa palo. Lijando sus palabras me
dijo: «Ya te vale, ya.» Y arrebatándole la muñeca a su hija me la
dio con un golpe en el estómago que hizo caer al suelo la bombilla
de la vela. –Es la hora de las fotos–, soltó con un bufido.
Agarró a la niña de la mano y se fue al centro de la plaza de la
iglesia con su séquito de personas llenas de palabras huecas.
Yo, al igual que el espantapájaros que representaba, me quedé de
pié,
quieta–pará
. Miré a la muñeca satánica y le di al botoncito de
la espalda, por hacer algo. La mujer borracha que salía de las en-
trañas de aquella masa de plástico vestida de comunión ya estaba
cerca del coma etílico y comencé a reírme a carcajadas. Mira, no
sé por qué, pero me pareció muy graciosa, tan ajena al caos que
había provocado y tan propia de una película de miedo.
De las malas, pero de miedo.
Dejé a todos los invitados de mi hermana sonriendo hipócrita-
mente a la cámara del fotógrafo, me liberé del sombrero y me fui
con el espantapájaros y la beoda a tomar unas cañas con la peña.