III Premi 2007
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Conta’m, dona
Pero en seguida noté en ella a un ser próximo. Nicole comenzó
a visitarme a menudo. Se presentaba sin avisar, como si fuera
una más de la casa. Le encantaba pasar largas temporadas en el
cortijo. Leía mucho. Decía que el silencio que se disfruta en la
soledad del campo da un relieve especial a lo que en él se lee;
que las palabras tienen una textura especial, y que los versos son
más hondos y hermosos. Yo veía a una mujer maravillosa, joven,
inteligente, de arrolladora belleza, y de nuevo me invadía esa
sensación de irresistible proximidad. Disfrutaba de su compañía,
la primera compañía que desde hacía años me parecía deseable.
Cada vez que salía a recibirla me sentía inquieta. El corazón me
redoblaba gozosamente en el pecho. En cada ocasión su sonrisa,
su manera de moverse, el peinado, la voz, me producían la misma
impresión de algo nuevo, extraordinario y primordial en mi vida.
Comíamos juntas, charlábamos, reíamos… o Nicole recitaba
poemas. Pasé aquel verano sin moverme del cortijo, pero sus
visitas se volvieron más espaciadas. El trabajo la retenía largas
temporadas en París.
En su ausencia, yo me sentaba en el porche con las manos
cruzadas, pequeña, encogida y acurrucada como un ovillo. Me
quedaba así durante horas, con el recuerdo de aquella mujer, que
no me abandonaba ni un solo día; mientras rezaba, paseaba o
miraba los limones luneros del cortijo, veía siempre el rostro de
Nicole. Los ojos me dolían de la espera.
Cada vez que Nicole regresaba, hablábamos largo rato. Para mí
no había otro momento sino aquel. La miraba sin cansarme; su
vestido ligero, su talle flexible, sus pequeñas manos, con las uñas
pálidas y las puntas de los dedos suavemente redondeadas. Le
hablaba de lo que jamás me había atrevido a hablarle a nadie:
de mí misma, de mis temores, de mis angustias, pero nunca le
confesaba mi amor, lo escondía tímida y celosamente. Tenía
miedo de todo lo que pudiera hacer evidente mi secreto.
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