Pilas orientales
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hecho la cirugía estética y le hubieran estirado demasiado la
piel. Como si esa piel estirada la hubieran guardado detrás
de las orejas, asemejándose a la porquería que se barre y se
deja debajo de una alfombra.
Diecinueve horas después de ese encuentro en la tercera fase
asiática sigo preguntándome cómo no probé
in situ
la dichosa
muñeca.
Por qué di como válida la supuesta oración católica.
Por qué no verifiqué el funcionamiento de la pila.
La voz de la muñeca. Sobre todo su voz. Por qué no la oí antes
de sacarla del establecimiento para ponerla en las manos y en los
oídos infantiles de mi sobrina.
Me presenté en la ceremonia religiosa hecha un primor, según las
palabras huecas de los demás.
Según las mías, un espantapájaros.
Para la gran ocasión me había pintado únicamente la línea negra
de debajo de los ojos, pero a mi hermana, utilizando cierto mohín
típico en ella y con las palabras incluidas de
T’has pasao, ¿no?
,
le pareció una raya excesiva. Su duro gesto facial hizo que me
quedara
quieta pará
en la puerta de la iglesia, con una enorme
camisa llena de pajaritos primaverales que volaban entre flores
similares a las carnívoras y con un sombrero de ala ancha que
tapaba mi calva reluciente y que aún tenía adherida una letra del
largo nombre de Port Aventura. Fue imposible quitar la letra
O
de
Port la noche anterior en casa de mi tía.
Un primor, me decían todos al pasar al interior del templo, ya lo
dije antes.
Un primor, dijeron de mi sobrina. Palabras huecas, también.
La pobre niña, enfundada en un traje de Sissi, emperatriz, con un
moño alto que dejaba caer sus falsos tirabuzones, con unos labios
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