Tarde de letras
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ya no reconocía: las arrugas que con crueldad arañaron el rostro
hasta destrozarlo; el pelo que se había vuelto quebradizo y ce-
niciento; las manos que ahora parecían raíces intentando agar-
rase a la vida… Todo, todo en aquella imagen había cambiado,
aunque la buena Ramona seguía sintiéndose la misma. Seguía
dando clases en el colegio, aunque ahora se detenía más en los
momentos, en esos que hacen un día especial, en esos de los que
uno se acuerda. No olvidaba las lecciones que seguía impartiendo
con conducta intachable, pero aquellos meses eran distintos y ella
intentaba hacerlos más sencillos, intentaba que aquellos que eran
sus niños volvieran a casa con una sonrisa tan fuerte que sirviera
de columna sobre la que apoyar sus vidas.
Eran días grises, sin alegrías. Corría la primavera del 39 y nada
era ya lo mismo. Muchas familias se habían roto y las que habían
aguantado eran tan pobres que apenas podían subsistir. La ciudad
entera estaba triste y el aire se había convertido en un manto gris
y espeso que ahogaba a los que allí vivían. Nadie miraba a los
ojos, las calles eran un ir y venir silencioso de rostros apagados
y sin vida, fantasmas que deambulan sin rumbo y sin recuerdos.
El colegio seguía abierto, aunque no era más que un triste refle-
jo de lo que había sido. Estaba casi vacío, en sus pasillos no se
oían gritos ni risas, canciones ni juegos; todo estaba bañado de
un silencio sepulcral que conseguía estremecer a todo el que se
adentrara en él. Ramona se negaba a cerrarlo. Era su manera de
mostrar que no todo estaba roto, que algunas cosas seguían vi-
vas, como antes, como cuando las familias seguían enteras, como
cuando los niños sólo tenían que jugar a ser niños. «No sólo se
puede vivir de recuerdos, porque los recuerdos, a veces, se hacen
débiles y se olvidan. Hay que tener algo cerca con lo que hacerlos
fuertes, para que sigan ahí, haciéndonos la vida un poquito más
fácil y por eso el colegio seguirá abierto.»- Así era Ramona.