II Premi 2008
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Conta’m, dona
distribuía concienzudamente en otras cestas menores que llevaba
a los hogares de los que pasaban aquellas fiestas con más hambre
que gloria y las dejaba allí, apoyadas sobre las puertas como un
regalo bendito que algún ángel dejó caer. En silencio y casi sin
respirar se marchaba con una sonrisa en los labios y un pellizqui-
to en el alma. No eran pocas las cestas que, abandonadas como un
recién nacido a las puertas de un hospicio, llegaban a
ca
María;
soltera y con dos hijos, a la que todos miraban como a la peste
sólo por no llevar un anillo en el dedo y un hombre en su brazo;
a ca la Inés, con el marido enfermo y moribundo, que permanecía
los días arrimada a su vera por si se le ocurría salir corriendo sin
despedirse; a
ca
la Cisca; que yo bien conocía, cojita, con seis
niñas a las que adoraba y un marido que no traía a casa más que
borracheras y algún que otro palo. Ramona las conocía a todas, a
ellas y sus historias, sus alegrías y sus lamentos, pero no sólo ella
las conocía, sino que eran noticias que flotaban en el aire, en las
calles, en las tabernas; todos sabían de todos y todos hablaban de
todos, pero sólo Ramona hacía algo, lo que creía que debía hacer,
aquello que su buena conciencia le susurraba y que el resto del
mundo evitaba con una mirada a los pies.
Fueron muchas las veces que se presentó en casa de quien de-
bía escucharla, sin avisos ni titubeos, sin miedos ni sobresaltos.
Era capaz de enfrentarse a cualquier hombre que se pasara y a
cualquier mujer que no llegara y eso le costó muy caro, quizá,
demasiado.
Debían rondar los sesenta cuando empezó todo. Seguía teniendo
la fuerza de siempre, pero en su cuerpo despuntaban los signos
de años vividos sin mucha holgura. Sus anteojos se fueron ha-
ciendo más y más gruesos a medida que su cuerpo se hacía más
frágil y pequeño. Nunca les hizo mucho caso a los espejos, pero
a veces se detenía frente a ellos a observar aquella imagen que
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