Estela
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de su scul. Todo antes que no tener a Estela, todo antes que perder
para siempre a Lady Morgana.
Ese día tocaba sentarse en la marquesina del autobús a pintarse
de negro las uñas de los pies. Me senté junto a ella, sin decir
nada. Me miró, me lanzó una breve sonrisa y se descalzó. Como
quien está desarrollando un rito, se abstrajo de todo y se pasó más
de diez minutos dando pequeñas pinceladas góticas a sus uñas.
Nunca había visto yo unos pies más blancos, ni me había parecido
el negro más perturbador, que aquella mañana en que mis amigos
jugaban al minifútbol y yo creí que me había vuelto a caer del
cielo con la ropa de cama. El golpe fue muy fuerte y se me rompió
algo dentro, algo como un saco de chicles mascados y revenidos.
Me atreví a decirle algo:
–¿Me dejas pintarte la uña pequeña?
–Si quieres, claro que sí- me dijo, con un tono de voz tan
dulce, que lo mismo era una trampa de miel que un empa-
cho de higos.
Volvimos juntos hasta la puerta de su clase y quedamos para ver-
nos esa tarde en la explanada de atrás de su casa. No sé ni de
qué hablamos, pues la tarde fue muy rara: se hizo muy pronto de
noche y se tuvo que marchar a su casa a cenar. Me dio su número
de móvil y su cuenta del mesenyer. Me sentía mayor y un poco
confuso: Estela no era como yo pensaba, ni tampoco era igual
a la Lady Morgana de mis sueños. ¿Cómo decirlo? No era ni la
una, ni la otra. Y era las dos a la vez. Al mismo taim. Creo que en
ese mismo momento supe que yo tampoco era solo el lánguido
jovencito de la clase de inglés, el friki más destacado de tercero
o el torpe in inglis, ese conjunto de disparates en los que siempre
había creído. Tenía que tener algo más para que Estela se fijara en
mí como un igual, para que no me considerara un majara. Pero,
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