Helado de chocolate
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Pero el amor venía cargado de energía para pelear conmigo, como
si estuviera acostumbrado a que le recibieran así muy a menudo.
Dio un salto y manchó las baldosas un poco más. Ya no tenía re-
medio. A punto estuve con mi escrúpulo de empezar a gritar. De
rabia. De impotencia. De todo junto y por nada en particular. Pero
cogí una cucharilla y el chocolate. Bocado iba, bocado venía, in-
tentaba digerir lo del amor, el susto y lo que debía hacer a con-
tinuación. Y Machín que callaba para darle paso a Briam Adams.
-No me había ido nunca –se atrevió a decir con todo su
descaro.
Escuchar aquello, tan firme, tan categórico, me hizo levantar la
cabeza del helado y mirarle. El amor se había vestido para la oca-
sión. Esmoquin negro, camisa blanca con gemelos de oro en los
puños y corbata de seda roja. Me pareció guapo pero no se lo dije.
No debería estar en mi sillón vigilando mis ataques de ansiedad,
mis miserias. “Lo que faltaba” –pensé. Que venga a darme clases
sobre lo que había o no dejado de hacer. Hasta allí podíamos lle-
gar.
Debí lanzarle una mirada tan asesina que se replegó en el sillón
y cerró la boca antes de que le volara todos los “piños”. Optó por
la prudencia, como si fuera lo habitual en él. Yo creo que se tom-
aba muy en serio su trabajo y calibraba no echarlo todo a perder.
Aguardar. Buscar el momento. No tensar la cuerda. Darme a mí
tiempo a su vez.
Cuándo me pongo nerviosa me da por el chocolate. ¡Que tontería!
Necesito creer que me sube el ánimo, convencer a mi disciplinada
razón que todo va bien y está bajo control. Pero con el amor allí
sentado, apuntándome con el dedo, la verdad, no estaba muy se-
gura de nada.