Helado de chocolate
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Pero no. Desperté con el ruido de cacharros en la cocina. Por lo
visto, se desenvolvía bien en casas ajenas porque no preguntaba
dónde estaban las cosas. Me duraba el mal genio, ya lo creo.
-¿Se puede saber porqué no te vuelves a meter en el conge-
lador ya mismo? ¡Y no se te ocurra salir! ¿Me oyes?
-¡Oh! Señora –dijo. No puedo. No he terminado mi trabajo.
¿No querrá que me despidan?
Imposible que nadie creyera lo que me estaba pasando. ¿Cómo
iba a llamarle a mi madre para decirle: “Mira mamá, tengo una
visita en casa que no sé cómo echar”? Porque lo malo no era la
visita en sí, que eso la iba a alegrar mucho. Si le decía que era el
amor, me diría que sí, hija mía, no te muevas que voy corriendo.
Estás fatal. Si ya lo decía yo, que no deberías estar sola.
Mejor me callaba.
Miré bajo la nevera, por mirar. No había charco de agua. Algo
parecía ir bien. Con la crisis no tenía la economía para nevera
nueva. Y el amor, dispuesto a aclararme dudas me dijo:
-No perderá más agua. El hielo y el fuego no se llevan muy
bien. Me estaba derritiendo sin remedio. Siento haberme
presentado así pero la nevera ya no era lugar seguro para
mí.
Noté el fuego que ardía en mi pecho. Vi la sonrisa de triunfo en el
rostro del amor. Y entonces, sonó el timbre, ese timbre que jamás
sonaba desde que se fue Sebas.
“Mi madre” –pensé horrorizada.
Me ahuequé el pelo con los dedos, ordené el vestido y fui a abrir