Pilas orientales
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menzada unas frases atrás.
–Y el pelo ni de punta ni de color naranja, ¿no? –seguía con
el tercer grado.
–No, no, por supuesto.
Era fácil contentarla, ya ves. Pero eso significó estar el resto del
día preguntándome a quién pediría prestado algo que no fueran
camisetas oscuras de Iron Maiden y AC/DC; de qué manera dis-
creta podría pintarme la densa raya negra que tanto favorecía a
mis párpados y, sobre todo, cómo iba a hacer crecer mi pelo en
tan sólo dos semanas. Acabé mirando en el espejo la belleza de mi
cráneo reluciente y pensé en pedirle un sombrero a mi tía Dolores.
Y alguna de sus camisas floreadas.
Ya te digo, tendría que disfrazarme para ir a la Primera Comunión
de mi sobrina. Claro, que eso era algo que venía de familia: a mi
hermana le gustaba ponerse las blusas de fiesta, los camafeos y
las perlas de mi madre, que en paz descanse, cuando iba a las
cenas que organizaba el Colegio de Médicos de su marido. Ex.
Ex marido, rectifico. La pobre Irene, a sus treinta y pocos años,
parecía tener casi cincuenta en aquellas cenas anuales.
El estudio pormenorizado de las normas de valoración y de las
resoluciones del Instituto de Contabilidad y Auditoria de Cuentas
(ICAC) me mantuvo adormecida en un universo que no era el de
bodas, bautizos y comuniones. Por eso, cuando por fin desperté
y comprobé que sólo faltaba un día para el reencuentro familiar
con una sobrina que iría vestida de novia a sus diez años, la crisis
se desató en mí. Una crisis que no había surgido ni con el más
pintado de los exámenes estaba a punto de llevarme a un ataque
de ansiedad con pinchacitos incluidos en el pecho.
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