Paradojas cotidianas
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desaparecer. Observaba el paisaje y recordaba su niñez.
Teresa y Aminah, aún añorando sus vacaciones, seguían, tras
diez días de clase, contándose anécdotas del verano, aferrándose
a esos momentos para evadirse de una realidad que les recordaba,
mediante tablas de multiplicar, ejercicios y dictados en la pizarra,
que la vida no es un eterno agosto. No, ni siquiera la infancia. “Y
aquel día mi abuelo me compró el helado más grande que he
comido nunca. Seguro que aquí no los hacen tan grandes, y tenía
diez sabores, y...” Aminah!
Animah olvidó su helado de diez sabores y clavó la mirada en el
profesor. Sus enormes ojos desprendían miedo y soberbia, com-
pitiendo entre sí por forjar el carácter de una niña de siete años.
Su imaginación fue ahogada por un grito que llegó a ella como
un disparo en su conciencia. Su orgullo se rebelaba, pero su con-
formismo lo silenció.
Va, prestad atención.
El profesor siguió con su explicación. Las dos niñas se miraron,
cómplices, avergonzadas, sonrientes. Tras ellas, un niño miraba a
través de una ventana, cerrada para evitar el viento de
poniente. Y un ventilador creaba aire prefabricado en un aula pre-
fabricada.
Diez minutos después, los niños rompieron el silencio del bo-
chorno del mediodía, convirtiendo el patio del colegio en una
masa de colores y vocecillas alegres. Teresa se abanicaba con
un dibujo que su amiga le había hecho, mientras repetía mental-
mente la dedicatoria escrita en una esquina arrugada del papel.
“Me quiere” pensaba. “Ella me quiere. Ahí lo pone, me quiere.
Seremos siempre amigas, y cuando ella sea futbolista y yo enfer-
mera, si se hace una herida, la curaré”. Tan simple y tan tierno,
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