Multiplicar
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tener la misma piel arrugada. Todos carecen de escrúpulos y se
enriquecen a costa de esos trasteros clandestinos. Todos callan.
Miran hacia abajo. Las niñas viven todavía. Alguien dice que
hay que llevarlas al hospital. Les falta agua y comida pero son
fuertes. Sobrevivirán. Tienen que hacerlo antes de que se les ar-
ruine el negocio. Esas niñas ya saben el oficio desde hace tiem-
po. El chino de la piel arrugada las necesita.
Abajo, queda el traje de Papa Noel en el suelo cuándo alzan a la
última niña. También queda el olor de la mecha del candil y el
frío. Las máquinas de coser todas mudas y las prendas dobladas
en montones, listas para enviar al extranjero dónde los occiden-
tales las compraran a buen precio sin saber que manos las fabri-
caron ni como puede ser que cuesten tan poco dinero.
El señor de la piel arrugada, regresa cuándo se le ha pasado el
susto. No temía la sanción del gobierno ya que tiene buenos tra-
tos con la autoridad. Ha recordado que tenía que enviar con ur-
gencia el traje de Papa Noel para festejar una fiesta en casa de
uno de los Ministros.
El señor de la piel arrugada lo busca en el centro del trastero pero
no está. Lo que sí encuentra son huellas de unos zapatos enormes
y diez paquetitos diminutos con los nombres de las niñas anota-
dos en unos lazos rojos.
Al señor de la piel arrugada se le remueve algo por dentro. Él,
que jamás había creído en esas patrañas, se da cuenta de que
Papa Noel existe y acaba de visitar a sus niñas.
Coge una bolsa de papel, guarda los regalos y se apresura para
llegar al hospital antes de que despierten. Seguro que eso las hará